miércoles, 2 de diciembre de 2009

El Castillo Prohibido

Trasladar a un dragón cojo mientras declinaba la tarde acrecentando las fantasmales sombras de las rocas, no fue trabajo fácil. Acarrearon como sea valiéndose de toda maña del que pudieran disponer.
Sin embargo a pesar del esfuerzo puesto, todo salió bien. Y para ambos niños, auxiliar a una cosa extraña, que desconocían su procedencia podía resultar también peligroso. A pesar de esto, así lo hicieron aquella tarde.
La existencia del Castillo Prohibido sabía casi todo el mundo, así como las viejas leyendas que giraban entorno a éste aunque no todos conocían su verdadera historia, pero estaba allí casi sobresaliente entre las 4 aldeas importantes de la región. Una de esas aldeas era Wayambray y el Castillo Prohibido estaba a sólo a unas cuantas leguas de distancia: casi de forma monstruosa cada vez que llovía. Este lugar había sido habitado en otros viejos tiempos hasta… que en 1492 fueron muertos quedando casi intacto el castillo; y las 4 aldeas aún así se mantuvieron en actividad. Ahora allí, nadie vivía a no ser que ocupaban otros nuevos huéspedes. En los últimos tiempos estaba prohibido el ingreso bajo el acuerdo de las 4 aldeas, ya que muchas personas curiosas habían desaparecido misteriosamente al solo traspasar la puerta de ingreso. O así se creía que fueron enviados a una prisión. Y, esta vez los niños tuvieron la mejor idea de llevarlo el dragón hasta allí, a pesar de esto.
Primero, antes que nada, habían esperado un poco más que pasara el medio día, para que nadie los viera; y que después de varias horas de intento el dragón encaminándose les siguió cojeando, obediente, tirado por una soguilla corta por todo el sendero, hasta llegar así donde se encontraba el viejo castillo.
Felizmente habían descubierto el camino fácil que los podía llevar desde aquellas montañas hasta el Castillo Prohibido sin demasiada demora. Y cuando llegaron delante del castillo, un despejado y amplio prado lo rodeaba, en donde estaban sólo dos aves negras picoteándose entre ellos altivamente, eran una pareja de cuervos. Por un momento se quedaron quietos de pie con la boca abierta, como quien admira una cosa. Llevaron atrás la cabeza, para levantar la vista desde la base hasta los incontables torreones. Avanzando un poco más, podían verlo un letrero llena de telarañas que se leía: “bien venidos a Titikaka”.
—Titikaka—susurró apenas entre labios, Wawa.
—Quien sabe está encantada—dijo bajando la voz, Jerónimo.
—Sshh... — Wawa puso dedo entre los labios.
Escudriñaron de un lado para otro nerviosamente, entre follajes de cipreses como si algún ojo malvado los estuviera espiándolos para delatarlos. Aunque eso no iba a ser cierto, solo que estaban imaginando cosas, porque hacía tiempo que ninguna persona se acercaba por temor a esfumarse como polvo. Y más luego, cuando estuvieron a punto de atravesar la puerta de hierro, bajo ese letrero, estaban más decididos que nunca.
—Estoy segura que allí nada malo hay—comentó Wawa para no dejarse abrumar por el miedo adelantándose mientras el dragón soltó el primer rugido fuerte ante ellos.
El dragón se resistía pero obligaron. Tiraron para adelante con fuerza, como si fuese un asno terco.
—Lo sé, yo no la temo—respondió Jerónimo mientras dirigía los desconfiados ojos en la segunda puerta de ingreso al interior del mismo castillo. Una gran puerta semiabierta forjada en madera les dejó el libre ingreso ignorando a los cuervos que los miraban de muy cerca con ojos carroñeros recelosos.
Habían pensado también en una cueva que lo sirviera de refugio al dragón; pero eligieron como un lugar perfecto a uno de los torreones más altos de éste castillo. Este último sí que lo serviría perfectamente para que se ocultara por largos tiempos hasta que tuviera la suficiente capacidad para poder irse volando. Quizás dentro de semanas o meses, aunque no podían saberlo exactamente qué día.
Una vez que pasaron a la penumbra, pasearon la vista furtivamente por las macizas paredes de piedra, para cerciorarse de qué tenían que hacer en seguida.
—Todo está vacío, en ruinas—comentó Jerónimo apenas encontrando palabra, apartando con un pie una cerámica fragmentada entre cráneos blancos de corderos. Casi todo el piso estaba cubierto por una gruesa capa de polvo.
—Hace mucho tiempo que fue abandonado—dijo Wawa cuando pasaban al interior atravesando otras puertas desquiciadas encontrándose en un espacio circular al parecer empedrado cubierta por unas malas hierbas.
Cuando alzaron la vista hacia arriba, ésta vez por el interior, comprobaron que el castillo exhibía a lo largo y ancho de los altos muros sombríos numerosas ventanas, muchas de ellas con puertas salidas de los goznes, balanceando a medio salir al aire libre como si habría pasado una violenta huracán. Y se adentraron más, despacio, nerviosos sin pensar en nada y atravesaron al otro lado que era como patio donde había una ruidosa agua saltando varios metros hacia arriba, alrededor formando charcas de aguas turbias flotando algas verdes llenas de ranas entre bancas forjadas en cobre. La única cosa que les había llamado atención fue ésta fuente de agua pero por cuestiones de tiempo rápidamente apartaron los ojos para volver a la sala circular y encontrar alguna escalera.
Y por donde iban pisando, parecía que las hiedras entretejidas les iba dejando el paso libre. Se retiraban a los rincones húmedos sin ruidos. Cucarachas y ratas hacían lo mismo, escapaban a toda velocidad o se quedaban espiándoles.
A un lado de la sala circular, hallaron unas despejadas marmoladas gradas anchas que conducía directamente al piso superior. Y después de media hora de subir, peldaño a peldaño resoplando lograron situarse en uno de los torreones, exactamente donde estaba colgada la campana encantada.
Hasta allí llegaron jadeando Wawa y Jerónimo, también el dragón con los fauces abiertos.
Aquellas cosas eran una realidad. Reconocieron haber oído siquiera una vez a la semana el tañer lejano de la campana; la campana a menudo sonaba en las frías tardes neblinosas a la hora de tomar lonche, tocada por una mano invisible, y ahora estaba delante de ellos. No estaban equivocados, de que allí arriba tenía que tratarse de un piso espacioso también en forma circular, eligieron ésta porque estaba seco, menos oscuro y libre de murciélagos.
En el campanario parecía silbar cada cosa azotado constantemente por el frío viento que atravesaba por las ventanas; y sobre ese piso pulido y polvoriento, colgaban desde el techo 4 enormes pesadas campanas muy viejas y rajadas. Wawa y Jerónimo imaginaron en un momento, de que para mover el huevo de esas campanas tendría que ser un brazo musculoso de un hombre forzudo, pensaron esto y muchas más cosas rápidamente, echando la vista de rincón a rincón.
Allí abandonaron, el dragón, nerviosos. Se aseguraron de que estuviera mejor allí arriba. El dragón se echó en el suelo sobre su cola como si estuviera cansado. Echaron la vista por una de las ventanas, la tarde estaba a punto de entregarse a la noche, y las montañas estaban nuevamente doradas al bañarse con los últimos rayos del frío sol que se zambullía en el mar. Cosa que todo ojo aldeano evitaba mirar a esa hora. Y, de retorno bajaron de prisa por las mismas gradas tropezando con ramas de hiedras que se habían extendido nuevamente por los peldaños, deteniéndose bruscamente de vez cuando en los que creían que se trataba de un nuevo piso, echando los ojos a oscuros pasadizos y corredores cortinados a medias con gruesas telarañas que chasqueaban con el viento. Y cuando estuvieron en el piso circular todavía quisieron echar la vista a la fuente de agua pero se les iba a ganar el tiempo. Así que salieron desesperadamente hacia afuera atravesando a grandes zancadas la sala circular en dirección a la puerta principal. Una vez fuera respiraron entrecortadamente aliviados, de que estaban a salvos; esas mismas aves oscuras empezaron a graznar bulliciosamente, volando sobre ellos como si les reclamara vuestra presencia. Pronto volvieron a atravesar la puerta grande de hierro enredándose con esas gruesas cortinas de telarañas pegajosas.
Y de allí se alejaron a toda prisa antes que la noche les caiga encima, mientras la tarde poco a poco se entregaba a la noche sobriamente, después fueron corriendo por toda la autopista en dirección hacia la aldea Wayambray sin que los hubiera visto alguien, por suerte.
Y durante la noche ambos pensaron qué ocurriría después. Por lo menos así se quedaron ambos niños en sus respectivos dormitorios entregados a un profundo sueño hasta el día siguiente.

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