sábado, 20 de febrero de 2010

El presentimiento de una madre



Alsira se llamaba una dragona que vivía muy solitaria, volando por todo el mundo. Hasta que conoció a otro dragón que era muy hermoso, aventurero y venido desde Rumania, de quien se enamoró tan pronto como conoció. Ella se casó con él. Y, pronto pensaron en tener un hijo.
Entonces, una vez, recién casados buscaron dónde vivir. Pero no tardaron en encontrar una gran cueva: profunda y húmeda, con paredes goteantes cerca a una catarata muy alta, rodeada por unos cuantos milenarios árboles. La dragona Alsira fue allí a vivir con su flamante esposo. Con el tiempo formaron una bonita familia; y, es allí donde por primera vez, la señora dragona Alsira alumbró un huevo de color azul como el acero; su esposo en seguida construyó un gran horno utilizando enormes piedras lúcidas traídas desde el río, y dentro, colocó el huevo con mucho cuidado, no porque se rompiera fácilmente, sino para que naciera fuerte como él. Allí el señor dragón Gorker durante los siguientes 6 meses fundía (el huevo) manteniendo la temperatura al rojo vivo, como lo hacen con un trozo de metal los herreros. Soplaba y soplaba fuego todos los días a la misma hora. Y después, como resultado nació un pequeño dragón muy feo; pero por cierto, como un hermoso y robusto bebé dragón.
En una mañana, muy radiante, al cabo del primer mes del nacimiento de su hijo el papá dragón salió en busca de alimento más nutritivo, como es, la carne de oveja; pero (como nadie esperaba...) nunca más volvió a la cueva. Desapareció para siempre, dejando su familia. Desde entonces no hubo ninguna noticia de él. “En alguna parte del territorio debe de estar, explorando o cazando...” pensaba la señora dragona, esperanzada en volver a verlo aparecer, tan pronto sea posible a su amado esposo. Pero mucho tiempo después sólo recibió malas noticias, de que su esposo fue muerto allá en Rumania por robar una oveja por unos aventureros caballeros armados con lanzas y flechas.
Desde entonces la señora dragona quedó muy triste, viuda y asolada: cuidando al pequeño dragón que tenía. Conforme iba pasando los tiempos ella solamente tenía ojo, para el pequeño dragón. La pasaba los meses alimentando con lo que podía (pescados o frutas), también su mayor preocupación de la señora dragona, era algo más: entrenarle al pequeño dragón para la vida; y es así, le inculcaba constantemente las buenas reglas para conllevar una vida mejor en armonía con los demás. Entonces para ella —ya resignada madre—, no había otra cosa mejor en este mundo que ver crecer, a su pequeño dragón.
Mientras tanto, el pequeño dragón se iba haciendo grande, cada vez más. Hasta que una vez, al cabo de unos años alcanzó sus alas el tamaño adecuado para el vuelo.
Alsira, nuestra señora dragona, para ella no había un solo día que pasara recordando tan esperanzada, al pensar en su único hijo. A pesar de todo, veía ella su propia existencia de una manera muy diferente, poca desdichada, digamos, más optimista. Pensando que un día cuando sea grande la ayudaría con la comida. Se imaginaba a su único hijo volver a la cueva trayendo abundante pescado o frutas del bosque para llenar la dispensa. Así se la pasaba los siguientes años que venían.
Pero, al llegar al noveno año, las cosas sí realmente habían cambiado: el pequeño dragón ya no era tan pequeño sino había desarrollado rápidamente, y la señora dragona estaba agotada; y empezó a pensar en una sola idea que estuvo acariciando desde hacía algunos años atrás. Había esperado tanto. Y un día, sábado, muy temprano antes que el sol asomara por detrás de las montañas imponentes del territorio, le despertó al joven dragón.
—Qué tan difícil es esta vida—dijo ella suspirando, sentada ante la cueva.
El joven dragón miró durante un instante a su madre.
—¿Porqué suspiras, mamá?—peguntó casi de inmediato, sorprendido.
Entonces la señora dragona Alsira guardó un breve silencio, posando la vista sobre su regazo en una expresión de sentimiento, y luego de un momento después, al volver alzar sus grandes ojos amarillos, dijo:
—Hijo mío, hoy me siento un poco triste, cansada y vieja.
— ¡Caramba!, mamá, nunca digas eso, te harás más vieja y si así lo piensas.
El joven dragón habría deseado no haberla respondido precisamente con estas mismas palabras, y con brusquedad. Pues, no sabía si estaba bromeando o lo estaba diciendo en serio, hasta que al observar sus ojos notó en ella algo, en su rostro se había dibujado una tristeza.
—Algo se acerca a mí... — dijo como si profetizara algo.
—¿Qué es mamá? —preguntó el hijo dragón sin entender nada.
—No lo sé —respondió ella.
Y al final de un largo silencio la señora dragona agregó con el mismo tono de su voz como si acabara de tomar una última decisión, diciendo:
—También te enseñaré a volar—dijo como si fuera su última recomendación y el pequeño dragón profirió un grito de gemido alto dejando escapar su gallo en un sonido raro, sobresaltándose de sorpresa, como si su madre le abría volcado bruscamente sobre su cabeza un cubo de agua helada. ¿Volar? No estaba dentro de sus planes ni preferencias. La expresión de su rostro normal se había transformado casi en un pánico opacando su mirada radiante.
—¡Mamá eso es imposible!... —dijo en una precipitación.
Una silenciosa quietud se produjo nuevamente entre la señora dragona y el joven dragón, que parecía el comienzo de una eternidad. Durante este intervalo de tiempo, la señora Alsira leyó la mente de su hijo; y al comprender casi al mismo tiempo sacudió la cabeza negando como gesto de desaprobación. Y dijo después:
—Ya lo sé, todo es posible en esta vida...
Mientras hablaban así, el sol estaba a punto de salir. Se proyectaban sus primeros rayos luminosos sobre el despejado cielo azul; las montañas empezaban a pintarse de color dorado. Y allí, en la puerta de la cueva madre e hijo estaban sentados, juntos, esperando ser bañados también de color oro por el sol de la mañana; y, tenían las miradas fijas por encima del inmenso bosque oscuro.
Vanshiro, que era el nombre del joven dragón, ahora no sabía qué decir, estaba mudo. Casi mudo de verdad sin saber qué hacer. Hasta que pudo decir, en una precipitación después de un rato casi con firmeza de lo que estaba convencido:
—Mamá, todavía soy bebé—se defendió.
—Ya tienes 10 años —replicó su madre.
Casi de inmediato respondió
—Sí, pero todavía no podré volar.
—Sí, lo sé. Y comprendo hijo; pero uno nunca sabe qué va a pasar mañana, deseo que aprendas a volar muy pronto—tenía ella en ese momento una mirada decisiva, pero también denotaba una tristeza nostálgica en su voz.
Sin embargo todavía no cabía esta idea en la cabeza del joven dragón.
—Todavía no puedo volar—volvió a decir sacudiendo la cabeza, moviéndose de un lado a otro con cierto aire de preocupación y de enojo, como si estuviera impaciente.
La señora dragona, una vez más, acercándose a su pequeño le miró a los ojos con ternura, le estiró un ala para abrazarlo. Y no comprendía porqué. Esa mañana había amanecido diferente al que lo estaba habitualmente, acostumbrada. Por primera vez sintió que, desde el fondo de su corazón empezaba a manar irrefrenablemente un presentimiento extraño, y a la vez, esto originó que de pronto asomaran un par de gruesas lágrimas a sus ojos. No sabía qué la estaba pasando. Había empezado así en seguida a llorar súbitamente en silencio ( ¿o, quizás por emoción?), al recordar a aquel pequeño dragón en un tiempo atrás, que apenas parecía como un paraguas arrugado saltando de rincón a rincón dentro de la cueva sobre sus delgadas patas; y ahora estaba tan apuesto y crecido, aunque éste no diera cuenta de ello. Y a esto se le sumaron también el viejo recuerdo de la muerte del señor Gorker. Nunca antes había pasado por un momento apremiante como este, acongojada tanto así, cuando una mañana tan radiante, como aquella, florecía en el patio de la cueva; pero en esta vez, le había embargado ese sentimiento de madre. Además ella, no podía creerlo: su sueño de mucho tiempo se estaba cumpliendo, ver a su único hijo, ponerse fuerte y parecerse a su padre. Ahora dos grandes gotas de lágrimas rodaron dolorosamente por sus mejillas escamosas mientras empezaba a sollozar ahogadamente, encogida, oprimiéndose con una mano el débil pecho. Y, ciertamente deseaba que su pequeño dragón pensara ya, pronto, en aprender a volar para conocer el mundo. Así como muchos otros nuevos territorios vecinos. Era su mayor anhelo inalcanzable, hasta entonces.
Entonces, hasta ese día, el joven dragón pasaba en el interior de la cueva, en el nido, durmiendo, comiendo y jugando con una bola de piedra; cuando se aburría salía a la puerta de la cueva, y contemplaba caer las estridentes aguas de la catarata (¡ni chapotearse en sus aguas quisiera!). Se ponía feliz, viendo volar las águilas, o silbaba burlonamente al ver pasar otros dragones viajeros, por allí cerca. Todavía sin imaginarse un día: ¡fuera del nido! Mientras tanto, esto empezaba a causar una preocupación en su madre. Pensaba que su único hijo se estaba quedando gordo, con las alas llenas de grasa como un pollo y sin aprender a volar a diferencia de otros jóvenes dragones de su misma edad.
Había pasado más de un cuarto de hora, la señora Alsira acababa de secarse las lágrimas de sus mejillas con un paño de piel de cordero. Había recuperado su semblante anterior risueña serena y dulce. En un momento seguramente debió pensar, que no eran tiempos de llorar. Cuando su hijo Vanshiro estaba ahí, junto a ella como un mejor regalo de la vida.
—Pero hijo, veo que ya estas grande, es tiempo de que estires las alas y seas como tu padre que un día hayas viajado por todo el mundo. Tu padre fue un gran viajero; pero también tenía una gran debilidad por la carne de oveja; amaba el país donde nació, toda la vida vivía pensando en Rumania, hasta que encontró la muerte. A veces pienso que no se debe uno correr demasiados muchos riesgos, pero él, entregó su vida a la muerte.
—Ya lo sé mamá, me has contado esa historia desde que tengo 2 años y hace un año, tantas veces—dijo chillando el joven dragón como solía.
La señora dragona pareció darse cuenta de que era así.
—¿Lo recuerdas verdad?
—Como si fuera ayer—contestó Vanshiro con toda seguridad.
El joven dragón pensaba en silencio: que si un día volara sería demasiado esforzado y peligroso. Pensaba que batir las alas para estar surcando infinidad de cielos por horas y horas, era cosa de estúpidos. Según que se iba dándose cuenta de todas las cosas, este mundo era de los peores; o también podía resultar de los mejores. Quería tener su propio concepto a cerca de estas mismas cosas.
Mientras tanto, por su lado, en un instante la señora dragona Alsira parecía aún mantener en el recuerdo muchos acontecimientos pasados a lo largo de su existencia. Y mientras en ese momento la voz de la catarata se oía como una melodía lejana de una canción tocada como por unas manos mágicas del viento. Luego, el joven dragón que ostentaba hasta ese momento un aire de alguien despreocupado, todavía no había perdido la costumbre de hacer preguntas si algo le urgía conocer, y esta vez, quería saber lo que dudaba:
—Mamá, este lugar es nuestro ¿verdad?—dijo Vanshiro girando la cabeza hacia el mar de árboles—. Yo quisiera quedarme a vivir aquí... toda la vida.
—Sí; lo sé. Yo nací, crecí aquí; tú también y eso nunca lo olvides, hijo—respondió la señora Alsira pausadamente también apreciando todo lo que alcanzaba ver con sus propios ojos: el bosque tranquilo, el río cantor… que estaban delante de sus narices—. Pero una cosa, hay muchas otras tierras más, allá. Pronto conocerás, te darás cuenta por primera vez, de más cosas. Porque el mundo es mucho más grande que de lo que ves o imaginas. Así aprenderás mejor por ti mismo, quiero que aprendas a pescar y recolectar frutas para nuestra dispensa.
—Pero, pero... mamá...
—Esta bien, ese “pero” es... momento de trabajar.
El joven dragón no se explicaba y volvía a preguntarse, porqué su madre quería que aprendiera a volar tan pronto con insistencia. Más cómodo se sentía en la cueva jugando, durmiendo y comiendo todo lo que podía a manos llenas. Las cosas no podían estar mejor que vivir de esta manera, sin que hubiera problemas. Sin duda, así debía ser.
Después de esto, estuvieron ambos en un nuevo otro largo momento más, sumergidos en un profundo silencio sin dirigirse siquiera una mirada más, con los ojos fijos en el vacío, y observaban lo que volaban algunos pájaros jugueteando, de modo que el sol también iniciaba su larga marcha; y finalmente al cabo de esto, de pronto el joven dragón aceptando las palabras de su madre, como si habría demorado tanto tiempo en decidirlo, dijo:
—Esta bien mamá, pronto me enseñarás también a volar
La dragona lo miró a su vástago, en silencio con ternura, aprobándole. Y aplaudió con sus gruesas manos, mejor dicho, con sus patas delanteras. Una vez más estaba orgullosa de su joven hijo dragón. El rostro del Vanshiro se iluminó, alegremente.
—Será entonces mi primer vuelo ¿verdad, mamá?
—Sí, Vanshiro hijo mío, será tu primer vuelo.
La mamá dragona había mirado esta vez con rebosante cariño a Vanshiro, mostrando su radiante sonrisa de alegría con sus enormes colmillos filudos desalineados. Y luego, volviendo los ojos hacia el mar de árboles le aconsejó sabiamente, diciendo:
—Recuerda, que nadie en este mundo nació sabiendo, todo se aprende en el camino, yo misma sufrí mucho para poder aprender a volar y lo logré. El instinto no es todo. Ahora te toca hacer. El mundo no termina donde ves aquellas montañas nevadas, sino detrás hay muchas cosas, ciudades, otros nuevos bosques, otras cataratas y ríos… incluso aún mejores, quisiera que tú mismo lo descubras, ya de una vez, pronto...!
Por primera vez, el joven dragón acababa de reflexionar, y luego de un largo momento de silencio agradeció:
—Gracias, mamá, por haberme dado esta vida, y criado....
—De hoy para adelante será otro día para ti—dijo la señora dragona Alsira uniendo su cabeza a la del joven Vanshiro, y concluyendo así la conversación.
El sol empezaba a calentar dando su marcha decidida a la media mañana sobre el fino cielo azul.
—Mamá espero tener un bonito sueño, esta noche— dijo entonces alegremente silbando como nunca una vieja melodía épica de grandes conquistas, ya con la idea de que finalmente, sí volará pronto.
—Vanshiro, no te olvides de desayunar—le recordó por ultima vez su madre antes de irse al bosque a recolectar comida para la dispensa, y todavía le recordó—, ¡límpiate la nariz, hijo! ¡No me gustan los mocos verdes!
La señora Dragona Alsira en seguida se lanzó a volar; se alejó planeando ampliamente sobre el bosque hasta que cinco minutos después se perdió de vista, confundida en el brumoso horizonte, y que seguramente volvería muy entrada la tarde. Vanshiro se quedó en casa, una vez más solo, bailoteando para aquí, para allá alegremente antes de zamparse toda la comida de medio día.
Después de esto, el dragón Vanshiro pasó casi toda la mañana, en la puerta de la cueva, sentado escupiendo pepitas de uvas, contemplando como nunca había hecho los picos nevados de las altas montañas y el bosque que les separaba del resto del mundo; pensando que algún día como en esa mañana dejaría atrás esas montañas. Y el resto del día pasó inquieto entrando y saliendo de la cueva como un león enjaulado; ensayando rugidos potentes, agitando y estirando por primera vez afanosamente las alas para que también se echase a volar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario