Había transcurrido casi un mes desde que fue apedreado el dragón. Por una parte, Jeronimo y Wawa se habían arrepentido de haberlo llevado el dragón al centro de la plaza de la aldea, en aquella vez.
Y ahora se estaba casi acostumbrando en la torre del campanario. Últimamente el Castillo Prohibido mejor dicho el castillo Titikaka había asustado a cuantos curiosos que habían aventurado para ver el dragón, porque una vieja araña del tamaño de un piano andaba por ahí, furiosa recelosa de su propio nido. Y nadie estaba dispuesto a enfrentarla. Lo que sabían un secreto Jerónimo y Wawa nadie más conocía: si la araña les aparecía, nada más uno tenía que echarle luz roja de laser con una linterna y listo. La araña en seguida desaparecía, desesperada por los pasadizos del castillo por no quedarse ciega.
Y después, Jerónimo y Wawa todavía continuaban sacando el dragón a pasear; pero esta vez al estadio, que estaba cerca al castillo. Además, el dragón ya podía andar firmemente sobre sus cuatro patas sin cojear. Uno para que tomara el sol a gusto, después para que aprendiera a volar; eso sí que siempre intentando mantener evitado las miradas indiscretas de los curiosos que los acosaban (especialmente de la pandilla de la hija del alcalde, y su amiguito apedreador), todo esto por lo menos hasta que se olvidaran o se acostumbraran a él.
Era invierno. Los días que elegían para el paseo eran impredecibles. Ya que allí podían pasar juntos y jugar contentos, y así el dragón podía extender y agitar las alas como una gran ave. Generalmente el objeto favorito con que gustaba jugar el dragón era una gran bola de nieve o de piedra. Así se estaban divirtiendo mucho a solos como si Jerónimo y Wawa tuvieran una moscota grande y prohibido. Por una parte el estadio era rodeado de altos árboles entretejidos que los podía ocultar.
Lo otro que era bueno, es que el alcalde parecía haber olvidado el asunto, lo que el dragón habitaba en el castillo Titikaka, o ¿afortunadamente ya no le importaba quizá?
Una vez, en una fría tarde, cuando eran más de medio día había mucha nieve sobre el césped y un copo de neblina rondaba el estadio y acabó cubriéndolo. Un duende que los estuvo siguiendo desde hacía un buen tiempo se les apareció impresionándoles con un sonido como un chasquido de látigo y muchas estrellitas luminosas llenaron el aire; era el guardián del dragón. Cuando una vez lo vieron, éste chupó la punta de una pipa tranquilamente y estirando un brazo les pidió la calma, y Jeronimo y Wawa se sentaron en el suelo. Se trataba de un duende con aspecto de un anciano con un cuerpo muy pequeño, de cara colorada, una larga deforme nariz, barba y cejas pobladas de color plata, sobre unos ojos vivarachos de color gris fríos.
—Hola, soy Gruby—les dijo, presentándose.
—¿Hola cómo está?—le respondieron esforzadamente sin que demostraran miedo al pequeño personaje.
El duende esbozó una amplia sonrisa. Se produjo una pausa, y empezó a expeler al aire curiosas formas de humo salidos de su boca y nariz, como si esto le divirtiera cada vez que fumara su acostumbrada pipa negra. Y les dijo:
—Yo, bien, muy feliz. Y ¿ustedes?
—Mejor—respondieron al unísono por no decir otra cosa. Ya que nunca habían visto alguno. El duende, en cuestión, un momento después dejó de fumar y les estudió durante un par de segundos, como si no lograra entenderlos.
Y luego, torció los ojos a un lado, resoplando el aire, y levantado el labio superior olisqueó como si estuviera notando la presencia de alguna cosa extraña. Meneó, la cabeza, contento después se atusó el bigote poblado como si necesitara de esto para decirlos lo que acababa de notar:
—Ya sabía—dijo como si adivinara por primera vez, al ver salir el dragón de en medio entre altos árboles donde había estado casi oculto varias horas fortificando su colosal cuerpo escamoso al frotarse contra un tronco seco.
Guardó cuidadosamente la pipa de cuerno en el fondo de uno de sus bolsillos. Y les reveló una idea, diciéndoles:
—¿Saben?, además los dragones se pueden montar.
—¿Que sí? ¿Cómo lo sabe?—dijo Wawa con una expresión interrogante, como si de pronto abría despertado su interés.
Sin duda se sorprendieron al oír estas palabras del duende. Habían intercambiado miradas de asombro con los ojos abiertos y quedaron fascinados. Ya que nunca les habían ocurrido una semejante idea, como ésta. Es que no sabían cómo uno puede montar un dragón... en Wayambray no existía dragones ni leyendas vivas de estos o, ¿no estaban enterados? Y antes que Wawa le preguntara el por qué, y el cómo se podía montar, el duende, dando otra pitada más prolongada, agregó:
—Todo el mundo lo sabe eso— dijo pausadamente quedando así complacido por haberlos alcanzado este sabio consejillo.
—Nunca lo hemos oído—aseguraron ambos al mismo tiempo.
Guardaron un prolongado silencio, donde cada uno parecía pensar seriamente en los dragones intentando recordar e imaginar la vida de estos descritas en las viejas leyendas que habían visto en libros o en películas que no era lo mismo, que existieran de verdad. Un rugido ronco les sacó bruscamente de la fantasía. Y concentraron los ojos fijamente sobre el dragón que se movía hacia ellos en medio de una ligera neblina haciendo crujir la nieve helada con cada pisada profunda.
Un cuarto de hora después, todavía el duende los miraba, de vez en cuando, con sus fríos ojos grises, como si detectara alguna profecía en ellos. Jerónimo y Wawa devolvían las miradas, también con los ojos fijamente sobre los del extraño personaje, como si a través de él viajaran a los tiempos remotos donde abundaban los dragones hasta que les cayó la maldición. Desde luego, ninguno parecía estar dispuesto a dar fin a aquél momento, mirándose así mudamente uno al otro, y permanecieron durante varios minutos más, inmovilizados.
Suspiró como si el destino de los dragones, siempre fueran tan tristes, crueles en su propia opinión, y dijo el duende como si añorara:
—Siempre se ha domado uno y otro para derrocar enemigos, destronar reyes… y más que para hacer aventuras.
Wawa y Jerónimo no tuvieron respuesta apropiada para esto, solo entonces intercambiaban miradas de mucho interés y una mescla de excitación por oír más historias, echando los ojos de cuando en cuando al dragón que estaba delante de ellos, como impaciente sobre el césped cubierta de nieve.
El duende tenía un conocimiento bastante antiguo de la vida de los dragones. Y por segunda vez, de su bolsillo extrajo una cosa extraña, era un pequeño cuadernillo, sucio como si habría estado demasiadas veces usado. Y donde estaba escrito el nombre y la vida del dragón que habían encontrado.
—Es para ti—dijo entregándola a Wawa.
—¿Qué es?
—Mi diario—diciendo llevó los ojos al suelo. Y Wawa no sabía qué decir, si agradecer o rechazar el diario del duende, y más bien, en vez de esto tomó entre sus manos con curiosidad.
Después de esto, se puso de pie de un salto. Dirigió la vista sobre el castillo Titikaka como si estuviera quemándose que en ese momento se estaba disipando la neblina. Lo siguieron también Jerónimo y Wawa para ver cómo las altas torres se redibujaban nuevamente sobre el fondo de un cielo plomizo. Y segundos después, cuando Jerónimo y Wawa volvieron los ojos hacia donde estaba el duende para comentar al respecto, este había desaparecido.
—Un diario—musitó Wawa.
—Guárdalo—dijo Jerónimo.
Jerónimo y Wawa se quedaron de pie como dos estatuillas diminutos me medio de una gran hoja blanca, helados preguntándose cosas, todavía pensativos imaginando en muchas historias sobre cómo sería eso, si es que fuera cierto. Porque nunca se ha hablado de los dragones en la aldea donde vivían. De que los dragones siempre se podían domarse como potros salvajes para correr por el cielo entre las nubes, sirvieron para derrocar reyes... todavía les parecía un poco absurdo y por una parte emocionante aunque después poco interesante. No, eso no podía ser posible, no podía caberlos en la cabeza. Aunque les cosquilleaba la idea de montar, aunque resultase difícil no sería divertido y no podían verlo como una opción, ni siquiera sentirían una afición. Pero al mismo tiempo parecían estar perdidos al pensar en esto, ya que no habían tenido alguna vez, el interés en averiguarlo. Ni siquiera usando algún buscador de cosas de información en el Internet donde encontraran referencias o alguna historia sobre hazañas de dragones; sólo habían visto algunos videojuegos en las aburridas tardes neblinosas basados en mitologías antiguas en la sala de Pelotas.
Aquella tarde del viernes volvían a la aldea de Wayambray intentando olvidar al duende, y todo lo que les había dicho como si no hubiera pasado nada. ¿Domar el dragón? Eso no podía ser cierto, estaría bien cuidarlo un tiempo más y seguramente solo se iría a su destino (como pensaban), a su propia casa a donde pertenecía de verdad. Así ellos estarían también libres de algún problema que los podría causarlos en la aldea.
Sí, así era mejor las cosas. Aunque la idea podría resultarlos demasiada tentadora. Bueno, de todos modos, pasados unos días una vez más fingieron olvidar al pensar en esto.
Pero no, no fue así como pensaron, pronto pasados varias semanas acariciaron esta misma idea. Cuando llegó febrero todavía tenían esta idea en la cabeza dándoles vuelta; también intentaron leer algunas paginas el diario del duende aunque sin éxito. Wawa de todos modos decidió conservarlo, para su propio uso ya que parecían estar todas las hojas en blanco.
Así que acabaron decididos, y se dedicaron durante varias horas de la semana a intentar domarlo sin que nadie supiera de esto; adiestrar para que quizás un día pudieran ser (de verdad) jinetes del dragón, como existía en las leyendas, y en los videojuegos. O como habían oído decir al mismísimo duende.
Tampoco nada fácil resultó domar a un dragón. El adiestramiento era algo así, trepaban hasta el lomo, como si tratase de un caballo gigante en vez del dragón, y daban tres palmaditas indicando que caminara. El dragón andaba de aquí allá sobre el extenso estadio, obediente bajo órdenes de Wawa, como si fuese toda una mascota, a veces incluso se les veía alrededor del estadio cruzando elegantemente riachuelos; andando así de aquí allá, en cualquier dirección.
Y, cuando una vez volvían a la aldea, tomaban café con leche con tostadas como lonche, y seguían frecuentando la sala de Pelotas donde utilizaban un ordenador para jugar o averiguar todo lo que pudieran necesitar saber a cerca de la historia de los dragones, tema que empezaba a interesarles.
Los días siguientes continuaron frecuentando la práctica (a pesar de todo), con los mismo ánimos..., incluso haciendo caso omiso a los malos comentarios de los aldeanos que pronto se dieron cuenta hasta que se les parecía dispuesto a elevarse. En realidad el dragón ahora ya era grande y fuerte, y había recuperado por completo también el poder del vuelo.
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