lunes, 14 de septiembre de 2009

Al atardecer en la aldea

La aldea Wayambray estaba conformada de apenas varios cientos de casas con tejados de color rojo siempre saliéndolas humo de las chimeneas, sembradas sobre una llanura como setas extrañas, sumida en una tranquilidad que a la vez rodeaban el despejado amplio prado alegre y de forma perfectamente circular. Esta era la plaza de armas de la aldea, casi al igual que de las otras aldeas vecinas. Aquí se llevaban las asambleas.
Y aquella tarde, Wawa y Jerónimo fueron al castillo sabiendo que el dragón continuaba allí, ya libre de cadenas un poco aburrido, clandestinamente, como si estuviera prisionero bajo la oscuridad cuando las antorchas se habían apagado; y decidieron sacarlo a pasear. Entonces, llevaron en esta tarde, por primera vez, a la aldea.
Una vez en Wayambray fueron hasta la plaza de armas, y allí abandonaron antes de ir a la sala de Pelotas como si habría llegado el momento de exhibirlo, a la vista de no más de unos cuantos pocos curiosos, como si necesitaran demostrarlos a todo el mundo de que era completamente inofensivo del que por cierto pensaban muchos de ellos, equivocadamente. Ataron con una cadena de hierro, allí mismo a un viejo árbol muerto, y en seguida se dirigieron hacia la sala de pelotas con la esperanza de que encontrarían un nombre adecuado en el Internet para bautizarlo al dragón.
Entraron al interior de la sala de Pelotas por delante de un mostrador, detrás estaba sentada una regordeta mujer con orejas puntiagudas bien paradas como de una zorra y pagaron 2 monedas de plata para usar un ordenador con línea. Entonces un pequeño Robot plateado que estuvo sentado que estuvo masticando goma de mascar de un salto se puso de pie y les guió al fondo. En el centro de la sala había una gran bola que parecía de cristal, girando lentamente y que no se apoyaba en nada, por la forma que tenía se dieron cuenta, de que representaba al planeta tierra, y que no estaba sólida. Había muchas personas de todas edades, niños contemplando la bola gaseosa, otros jugando en pantallas donde estaban una larga fila de ordenadores divididos en cabinas, todas arrimadas a la pared de piedras sudorosas bajo cabezas clavas de gárgolas que los miraban fijamente y terroríficos.
Habrían casi olvidado todo, al observar a la tierra girando que describía casi todo a sus características, tal cual, que era el planeta. Se podía ver claramente los continentes, los océanos... y Jerónimo punzado por la curiosidad metió el brazo con decisión a tal punto que alcanzó las frías aguas de la Antártida y atrapó un pequeño pez, pero en uno de esos el Robot le apartó de un manotazo y el pez salió resbalando fuera del planeta gaseoso para retorcerse sobre el piso de losetas. El Robot cogió rápidamente como antes que expirara y lo arrojó devolviendo dentro de la bola.
—Es casi mágico, ¿verdad?
—Sí, —dijo pausadamente Wawa, y después agregó—oh, mejor dicho es magia.
Luego se apartaron de allí, para ocupar una cabina. Se sentaron ocupando cada uno una silla, listos para teclear. Esta vez prefirieron usar Google aunque sin resultados buenos. Es ahí donde se sumergieron en el mundo virtual buscando un nombre para el dragón.
Faltaba casi unos pocos minutos para que terminaran de buscar, aburridos, el nombre cuando de la puerta, alguien les dio señas con la mano agitándoles y alertándoles. Wawa salió de allí apresurada. Pero grande fue, que se llevó la sorpresa mientras volvía. En un momento había pensado, que el dragón había provocado un devastador incendio enfurecido lanzando llamas sobre las casas. No era así.
Wawa cuando se adelantado, había corrido como una gacela hacia la plaza. Y vio que varios chiquillos lo habían rodeado al dragón.
Uno de ellos, un muchacho que parecía el más alto de todos, tenía varias piedras en ambas manos sosteniendo, y algunos otros también cada uno, como si estuvieran jugando a las guerrillas: unas cerbatanas con dardos envenenados apuntando; y los estuvo animando azuzándoles una niña, más o menos de la misma edad de Wawa, salvo que aquella tenía cabello oscuro. A juzgar por el aire relajado que ostentaba se podía uno suponer que se estaba divirtiendo, diciéndoles a todos: “mátenlo es una bestia asquerosa”.
—Mátalo—todavía los decía entre risotadas pegando escupitajos como cuando una cosa es extremadamente repugnante.
“Es un monstruo” les decía otro de los niños participantes con la rabia contenida en los ojos.
—Apuesto a que yo lo doy con esta piedra—dijo el muchacho mayor, de cabellos rubios, como si le subiera por el cuerpo una ciega venganza, cuando precisamente en ese instante iba a lanzar otra piedra más que iba a impactar en el costillar del dragón.
Y sus otros cómplices niños todavía aquí, allá andaban recogiendo y buscando más piedras o arrancando de los suelos las que encontraban.
El dragón estaba allí reducido al borde de la plaza, roto la cadena y arrimado a un rincón contra el tronco del árbol muerto retorciéndose de dolor por cada impacto de piedras que recibía en uno de sus cuernos, mientras algunos de ellos estaban a punto de apedrearlo todavía más, lejos de cualquier piedad que pudieran tener.
Todos se quedaron quietos, con las piedras en las manos, como congelados cuando Wawa llegó al lugar (a donde estaba el dragón), a toda prisa, jadeando después de haber corrido toda una cuadra sin aliento. Era momento de defenderlo, como nunca.
—¡Déjenlo en paz!—gritó a toda voz, llenándosele los ojos de lágrimas.
Todo el mundo volvió los ojos hacía ella, especialmente el chico que lideraba la pandilla. El chico de cabello rubio, en verdad, nunca había visto una niña tan distinta a las demás por decirlo, bonita. Sus ojos, su nariz aún lo dejaron estupefacto. Ruborizándose hasta las orejas respiraba ahí, nerviosamente con dificultad, como si acabara de sufrir un paro pulmonar a propósito. Aunque había oído algo de ella, no se lo había imaginado verla en persona en ese momento, porque vivía en otra aldea. Su corazón había dado un terrible vuelco. Entonces una sola vez se lo pensó, que le agradaba, condenadamente. Y, éste al verla, en un tono sarcástico exclamó burlón, ya que pensó desesperado que esto sería lo adecuado para llamarla atención:
—¡Oh, no sabía que los dragones tuvieran amigos! Sóoolo estábamos divirtiéndonos con dardos (todavía echó los ojos a las piedras que estaban entre sus manos, inevitablemente).
—¡Pues, mire, los dragones no son para divertirse!—repuso furibunda ella, rápidamente.
Y los otros niños estallaron en risa, y dijeron al unísono: “miren, ahí tenemos a la virgen llorona y... no tiene amigos en esta aldea pobrecita, además tiene un feo nombre”.
Todos la rodearon a Wawa dejándola en el centro, sola. El dragón había quedado a espaldas del grueso corro.
Y una niña de cabellos oscuros salió dando unos pasos hacia delante pavoneando, como si quisiera protagonizar en medio de aquel vitoreo, lo que más le gustaba:
—Oye tú, lamentablemente no estamos acostumbrados a monstruos en esta aldea, y no nos cae bien esa mascota.
—Por eso venimos—dijo el chico de cabellos rubios, con una voz tan mala que le salió el gallito.
Wawa nunca había experimentado una rabieta tan grande y punzante como atravesarla una estaca en su pecho; ni mucho menos como en esta vez, al ver al dragón lastimado, apedreado con crueldad y la piel alrededor de los ojos llena de dardos clavados, a la vez hacer esfuerzos por tener que dominarse para que las lágrimas no acabaran rodándolas por las mejillas y que se rieran de ella, todavía más.
Y como parecía que nadie se movería de allí se abalanzó contra ellos, aporreándoles para empujarlos fuera: uno a uno, impulsada por esa rabia inextinguible casi sin darse cuenta de lo que hacía, gritándoles con una voz quebrada a la vez, y haciéndoles retroceder a todos:
—¡Fuera, fuera váyanse, aléjense de aquí!
—¡Miren, a quien tenemos aquí, nos está echando de una plaza pública!—dijo el chico rubio escandalizado recobrando su voz artificial.
—No tiene derecho a hacerlo esto—comentó levantando los ojos a todos, la niña de cabello negro.
Sus cabellos, sus ojos y su nariz de Wawa, todavía lo tenía al chico como idiotizado. En algún momento se habría imaginado que fuera una de sus mejores amigas. Nada más de él; y de nadie más de la aldea. Ruborizado, sudando y avergonzado, no sabía qué hacer.
Todos esquivaron los puñetazos menudos, arañazos hasta que Wawa finalmente dio al vacío cayéndose al suelo. Allí se quedó sentada gimoteando entre sollozos como si abría agotado toda su energía de pronto.
—Tampoco ustedes tuvieron a...—dijo Jerónimo abriéndose paso a empujones, tragándose la saliva y jadeando quien en ese momento recién acababa de llegar corriendo, se había retrasado en el camino; y que luego, la ayudó a ponerse de pie a su amiga Wawa.
El chico de cabello rubio fulminó con la mirada a Jeronimo y volvió los ojos atrás fugazmente sin remedio, para dirigirse a los demás, y todavía les preguntó a su grupo recuperando el tono sarcástico de su voz, diciéndoles:
—No tenemos por qué retirarnos, ¿no es cierto, muchachos?— y el resto de los niños aprobaron obedientes asintiendo las palabras del jefe con una sumisa reverencial: “sí” llevando la cabeza de arriba abajo, para asentir como corderitos.
—Es toda una verdad, no nos retiramos—agregó la niña de ojos negros reiterando despectivamente y el chico rubio de ojos rasgados la miró como si de pronto ésta se habría transformado en un gusano asqueroso.
—¡Tú cállate, Pulpina!
—¡Tú también Owen!—le gritó a la vez, en el mismo tono la niña de nombre, Pulpina.
Al verles amontonados que de allí nadie se movía, como si todavía no habría podido controlar sus impulsos, Wawa los miró enfadada para que nunca más volvieran a lastimar al dragón, y esperando que se retiraran de una vez. Y que dejaran libre al dragón. Como no se esperaba, ninguno estaba dispuesto poner pie fuera de la plaza, entonces les volvió hablarles bajando la voz en un tono enojado y dolido como para reprenderlos:
—¡¿A que se meten con un dragón indefenso?!
El chico cuyo nombre era Owen, dijo ésta vez, medio arrepentido con su habitual voz artificial, como si intentara demostrar su honestidad o buscara una justificación al echo que había acometido. Y se confesó dolorosamente, diciéndola:
—Queremos que sean nuestros amigos...
—¿Por eso apedrean al dragón? —dijo Jeronimo desafiante, poniéndose por primera vez, valiente.
“Pero no nos cae bien tu dragón”dijo otra voz anónima desde atrás reiterando, y soltaron otra risotada más.
—Entonces no nos han debido de buscarnos—replicó Wawa, calmadamente.
Dicho esto se produjo una pausa grave hasta incómodo por durante unos cuantos minutos y se miraban unos al otro gravemente, como si nunca acabaran, solamente fue roto por alguien del grupo que era la misma niña llamada Pulpina, diciéndoles antes de pegar una vuelta para marcharse con un gesto de desprecio, con los labios fruncidos:
—Tal vez, que no vale tener por amigos a unos estúpidos.
Fríamente había dicho las palabras ofensivas. Wawa habría deseado no oírlas esas desagradables palabras pero resultaba ser tarde para corregirlas.
—Repítelo—dijo dando un paso hacia adelante—, y te habrás ganado una buena reprimenda de tus padres, cuando yo se lo diga.
Todos habían dado dos pasos hacia atrás automatizados, expectantes para dejar mucho espacio, viendo de que, algo más iban a tener en esa radiante tarde, como para ver la pelea del año. Wawa se quedó quieta, donde estuvo, al ver que Pulpina venía hacia ella decidida a plantarla la cara. Ambas niñas se encontraron la cara peligrosamente a sólo a escasos centímetros. Wawa se sonrojó por tener que controlar sus propios impulsos, se le bombeaba el corazón con fuerza mientras Pulpina tenía la cara ardiente encima de ella, con los ojos matones, envenenados como de un cuervo. Ésta susurró acusadora como si se habría ganado ese pleito como premio con mucho gusto, diciéndola:
—¿Me vienes a poner la mano encima? Atrévete ahora...
—No, no vengo a pelear, vengo a decirles que no... al dragón que está... vengo a defenderlo.
Pulpina se le acercó todavía más girando en torno a Wawa casi rozando con su nariz como si la estuviera oliendo para quitarle el aliento. La dio un empujón como para quitarla el sitio que ocupaba. La hizo tambalear. Pero al segundo empujón Wawa esquivó hábilmente recuperando el sitio que acababa de dejar, Pulpina.
Se quedaron mirándose por unos segundos así, separados más o menos de unos metros de distancia. Pero Pulpina se volvió hacia ella; y se quedaron por el resto de los segundos, nariz a nariz tamaño a tamaño como un par de fierecillas de pelea. Owen y sus amigos se quedaron fascinados, y se reían ocultamente convulsionando. Tenían la seguridad de que si hubiese pelea, ganaría Pulpina. Y, ésta la volvió a susurrarla:
—¿Sabes quien soy?
Wawa, que no entendía cuál era su intención no se hizo más problemas, y la respondió en una voz firme, aunque temerosamente, diciendo:
—No. A mi no me importa quien fueras... el dragón está... —Pulpina alzó una mano en el aire para darla una olímpica bofetada a la volada, antes que Wawa terminara de decir de que el dragón estaba cojo y hambriento, pero volvió a esquivar a tiempo el golpe haciendo bailar su cabellera en el aire que brilló al sol como finos hilos de oro. Sucedió algo increíble. Wawa nunca se lo había imaginado de que esa niña, apenas un poco más de su tamaño, intentara agredirla de una manera tan horrible.
Los demás se doblaban de risa, como si estuvieran en un circo de payasos.
Antes que dijera algo más Wawa, antes que Jerónimo se abalanzara como un pequeño felino para derribarla con toda su fuerza para defenderla a su amiga, apareció un hombre detrás de ellos como si abría estado ocultándose en algún sitio, y avanzando hacia ellos se aclaró la garganta ruidosamente (a propósito). Era un hombre alto y calvo, con un cuello casi el doble de lo habitual, con una cara gorda y unos ojos neblinosos como dos huecos verdes. De su cuello colgaba una cadena de hierro con un cráneo humano blanqueado, como si fuera su amuleto protector. Pulpina nada más sonrió malvadamente complacida, como si en esta vez habría triunfado ella, sacándole una ventaja del hecho.
Una vez que el hombre extraño se acercó abriéndose paso la tomó de la mano, indicó con un gesto de la cabeza a los otros niños como si habría llegado la hora de marcharse; era como si allí no pasara nada, ignorándoles la presencia de Jerónimo y Wawa. En efecto les comunicó a todos:
—Chicos, ya nos vamos, ya jugaron—había dicho el hombre pálido echándoles una fugaz mirada desdeñosa a ambos, como si apestaran en esa aldea; en cambio mientras los otros (como si esos niños), habrían estado divirtiéndose sanamente rematando a una insignificante rata indefensa; y Pulpina se movió para unirse al hombre. Bajo el brazo de ese hombre, todavía abrió una sonrisa de caballo antes de alejarse. Dicho y echo se alejó junto a él unos cuantos pasos, pero de repente se dio vuelta trastabillando, fingiendo como si algo acababa de olvidarse para decirla.
Entonces nuevamente le puso la cara a Wawa, clavándola un par de ojos crueles en los de ella como infinitos agujeros negros y bajando la voz susurró una vez más, con su natural voz de cuervo:
—¿Sabes?, para tu información ahora soy la hija del alcalde; tengo un auto nuevo y te pierdes una amiga, tonta—diciendo esto sacó la lengua llena de papilas como fresas, de haberse comido toneladas de dulces de todo color, con una mueca desagradable y se alejó nuevamente detrás del hombre retozando con bailecitos ensayados zigzagueando, de que al fin quedó satisfecha. Los otros niños también se movieron arrastrando los pies para seguirlos. Ambos continuaron en su camino, atravesaron directamente el prado circular seguidos por sus amigos. Al final se detuvieron junto al auto rojo descapotado que los esperaba. Discutieron unos cuantos minutos, entraron en el auto a codazos, y minutos después se pusieron en marcha lentamente en dirección hacia una calle prolongada entre una fila larga de casas, para salir de la aldea.
Jerónimo y Wawa se quedaron de pie, quietos en silencio intercambiando miradas desconcertantes. Para luego al cabo de unos segundos volver a decir como para proseguir volviendo a la realidad:
—¿En que estábamos?
—Qué nombre pondremos al dragón...
—Un, un nombre...
Se produjo un angustioso silencio.
—¡El dragón!... —susurró con un gemido casi aullando Wawa al darse cuenta.
Y de repente se lanzaron contra el dragón para quitarle los dardos clavado, lo más rápido posible que pudieran, y examinarlo que si no estuviera herido gravemente en alguna parte de su cuerpo. Pero menos mal no encontraron heridas graves, ni los ojos dañados aunque había recibido y soportado impactos de muchas piedras en múltiples partes de su cuerpo.

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