No habían encontrado a la oveja descarriada. Buscaron por todas partes, unos daban pista de que algún lobo del bosque salió y la atrapó; otros nada más creyeron de que murió en alguna parte, caída en una zanja.
Y aquella tarde el dragón había desaparecido misteriosamente del campanario del castillo Titikaka, dejando un hilo de sospecha a los aldeanos, y en realidad éste no había podido resistirlo las ansias de alimentarse hasta saciarse con ferocidad. Sin embargo en los últimos meses había experimentado una creciente hambre, y la carne de oveja era mejor que pudiera haber en este mundo: sabrosa, nutritiva, y era algo que venía desde su padre. Así que en aquella tarde mientras sobrevolaba el castillo, como un merodeador, de repente ladeó el vuelo precipitándose en picada dispuesto a atacarlo al rebaño, una vez elegida agarró una oveja, y se la llevó asida entre las garras volando por los aires hasta una isla de roca gigante en el mar; y allí, se la comió desollando.
Entonces sabidos de esto, un aldeano a quien pertenecía la oveja, se quejó ante el alcalde, y éste envió a un grupo de hombres para que el dragón lo capturaran vivo o muerto. El pastor de ovejas no paraba de exclamar como un pregonero por la plaza, calles de Wayambray: “ese dragón es un asesino”, “es un asesino, matémoslo acabará con nosotros...”, diciendo a todos cuanto encontraba en su camino de vuelta a casa, muchas veces.
Una hora después, un hombre de estatura mediana, por las calles, casa por casa, repartió unos volantes impresos en papel (donde decía: “muerte al dragón”) de que el dragón era un asesino y por tanto debía morir decapitado.
Aquella tarde en medio de tanta niebla helada al entrar al interior del campanario del castillo Titikaka, mientras se preparaba para dormir el dragón, fue dinamitado (a control remoto con poderosos explosivos) por aquellos mismos hombres encapuchados que eran 7. Y el nido de refugio del dragón casi fue destruido (de no ser mágicamente edificado se habría derrumbado todo lo que había sobre él). Pero el astuto dragón al darse cuenta de que estallaba la dinamita salió a tiempo por una de las 4 ventanas de la torre, catapultado como una máquina poderosa, salvando así de morir. En seguida se había marchado del castillo, muy lejos, como quien se va para nunca más volver a pisar el suelo no grato, con un paradero desconocido; notablemente disgustado para los habitantes de la aldea.
Al día siguiente, Wawa y Jerónimo encontraron regados por los suelos del castillo unos volantes impresos, donde sobre el fondo de una fotografía en blanco y negro de un personaje, decía: “viva el inventor de la dinamita”
Entonces Jerónimo y Wawa estaban atemorizados, así como desconcertados de que los hombres del alcalde hayan actuado así...
La noticia se difundió, de que el campanario fue dinamitado donde murió un monstruo que no podía ser que el horrible y odiado dragón que habitaba allí arriba en el campanario donde pululaban toda clase de murciélagos chupasangres; y que después se prohibió el ingreso a toda persona curiosa.
Los únicos que parecían ser amigables en esa aldea con el dragón, Wawa y Jeronimo, no sabían qué había sucedido después. Si había escapado o muerto, sepultado dentro de la torre del campanario bajo montañas de escombros. Lo peor no se les permitió ya más, el ingreso. Entre hondos suspiros lamentaron al imaginar, de que tal vez murió aplastado como una lagartija, por aquellos enormes bloques de rocas, talladas de tamaños de auto (o algo peor). A la entrada del castillo, ambos niños guardaron varios minutos de silencio apoyados entre sí, con los ojos húmedos. Exactamente igual como cuando uno pierde una mascota querido. Sintieron por primera vez hondamente una pena que duraría los siguientes días, recordando todo.
—Nunca lo volveremos a tener uno igual—sollozaba Wawa limpiándose las lágrimas que la habían escapado para después sonarse la nariz.
—Tal vez—decía Jerónimo.
A la siguiente semana, todavía no lo habían podido olvidar y sin poder explicarse. A partir de ese acontecimiento malo no podían evitarlo suspirar de vez en cuando, cada vez que lo recordaban al dirigir la vista al torreón del campanario del castillo Titikaka, que parecía aparentar medio destruido como si un gigante monstruo habría masticado y ahora pensaban que era la tumba del dragón. Estaban seguros de que no olvidarían fácilmente, lo bueno que siempre era con ellos; cómo no recordarían que un día habían salvado de la muerte en aquella montaña nevada, cuando encontraron averiado y cuidaron de él durante estos tiempos. Y con los años, quizás se iría al olvido definitivo.
Sin embargo, a hurtadillas, Pulpina y Owen compartían risitas y carcajadas tontas con su grupo al leer los titulares del periódico en los kioscos.
Dos semanas después, Jerónimo y Wawa recorrían en las afueras de la aldea, cerca al Castillo Prohibido todavía buscando algún indicio. Como si fueran pequeños detectives examinaban cada cosa carbonizada que les parecía darles nuevas pistas. Aunque ya bastante resignados, de que el dragón estaba aplastado allí en el campanario bajo las ruinas, en su tumba descomponiéndose y que no se les permitiría nunca el ingreso los guardianes. Y por una parte todavía con aire incrédulos llenos de amargura se preguntaban una y otra vez ¿Por qué ha tenido que haberlo actuado así el alcalde en contra de nosotros de esta manera?, era injusto ¿por qué no se le podía perdonar por una oveja?
“Se tenía que perdonarlo por una oveja”, razonaban.
Finalmente, pensándolo bien era mejor que lo olvidaran pronto, para siempre, aunque les parecía difícil esto, porque por una parte, en abril ya comenzaría la escuela; y en el fondo de sus corazones parecían cada uno oír una vocecita que les decía, que nadie olvida para siempre así nomás a un amigo, ni mucho menos a un dragón que cuidaron durante varios meses; por eso todavía musitaban entre labios, entristecidos: “no lo olvidaremos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario