Wawa volvió de la plaza a su habitación. Sobre el borde de la cama se sentó con los codos apoyados sobre las rodillas. Pensar que el dragón también había vuelto a la aldea Wayambray, pero no siempre podía ser bienvenido para todos los aldeanos. Por ejemplo, el alcalde (al que lo decían ganso por su largo cuello) misteriosamente aparecía allí en momentos menos pensados, podía mandarlo matar en cualquier momento, una vez enterado de esto.
Estaba abrumada al pensar en esto, y sentía un poco de temor. A esto venía un sentimiento que había estado empozándose dentro de su pequeño corazón, como si la estuviera inundándola por dentro todo el cuerpo; recordó (una vez más), de que no sabía con certeza quienes eran sus padres; ni siquiera sabía realmente su propio nombre; nunca alguien siquiera la había mencionado por su verdadero nombre. Estaba al igual que el mismo dragón sin un nombre. Aunque el segundo sabía cómo se había accidentado y perdido a su madre para aparecer en una hondonada de las frías montañas nevadas; Wawa por el contrario todavía no se explicaba de dónde era, y quiénes eran sus padres... Y porque ninguna de aquella gente en la aldea se atrevía hablar de sus padres. Alguien la había puesto un apodo muy horrible. La llamaban: “Wawa Wiwa” con el cual no estaba de acuerdo, pero constantemente mencionaban cuando se referían a ella, así unas veces en un tono de burla, otras de compasión o en serio cada vez que cruzaban las personas en su camino, por la plaza o calles. Y odiaba que se convirtiera en su nombre de pila. Porque alguna vez, en la aldea existió una casa de orfandad llamada “Mama Mima” o sea era el nombre de una anciana loca y rica que nunca había tenido hijos, y que al morir había donado su propia casa a los niños abandonados que necesitaban un refugio. Ella fue la primera en ser acogida en esta casa en alguna época cuando no tenía dónde estar, después escapó para pedir limosnas en las aldeas vecinas, aunque no podía recordarlo tanto.
Si un día estuviera en problemas, no tendría dónde irse, ni alguien que la protegiese hasta que estuviera mayor de edad. Hoy sólo tenía 9 años.
Y si estuvo en Wayambray era porque una mujer de nombre Efifanía la había criado junto a una odiosa gata peluda; la contaba historias que francamente Wawa consideraba chifladas, por ejemplo decía ella que la había rescatado de una enorme serpiente constrictora en el bosque. Sencillamente no la creía en esta dudosa historia, salvo que existiera alguna fotografía que revelaran...
Y la señora Efifanía había fallecido hacía un año nada menos que a los 120 años y todavía Wawa la recordaba claramente como una mujer muy vieja, callada refunfuñando consigo misma cada mañana al lado de la cocina mientras preparaba el desayuno, y quien además la protegió hasta entonces a Wawa Wiwa. No la maltrataba, tampoco la quería demasiado, sino ella pasaba mayor tiempo fuera vendiendo toda clase de hierbas medicinales en el mercado, sin faltar todos los días.
Y cuando Wawa insistía con alguna pregunta para despejar sus dudas, simplemente la decía:
“ya te dije mi niña, no sé de tu madre yo solo te rescaté, por eso te cuido, y esa gata es tu madre y la casa es tuya”.
Todavía palabras como éstas: no sé de tu madre, te rescaté, esa gata es tu madre resonaban en sus oídos y las rumiaba en su pensamiento en sus largas noches de luna llena y las ponía en dudas, que además las parecían una ofensa y burla; cuando en realidad no sabía porqué.
Por otra parte, estas mismas palabras la despertaban una serie de preguntas que Wawa cuestionaba: ¿Cómo ella apenas teniendo unos pocos años podría ser nieta de una mujer tan antigua? ¿Cómo es que sea posible que pueda ser su madre una vieja peluda gata?
Si intentaba insistir a la señora Efifania con la misma pregunta ella naturalmente cambiaba de humor como si en ese momento empezara a sufrir alteraciones neurológicas y le nacían más bigotes en su cara del que ya las tenía suficientes.
Habían vivido juntas en una casa (¡precisamente donde Wawa estaba en ese momento sentada sobre el borde de la cama!) que era grande y sólida con un jardín florido, que a diferencia de otras, ésta se encontraba cerca al río. Tanto era así que la señora Efifanía siempre estuvo en el primer piso desde que recordaba Wawa, donde estaba su dormitorio a un lado de la sala y en el otro la cocina para levantarse muy temprano a preparar el desayuno; mientras el segundo piso separado por una ancha escalera blanca medio caracol estaba separada para Wawa Wiwa, donde estaba instalada ella. Y el espacio que ocupaba Wawa allí arriba no era gran cosa, ni habían muchas cosas, pero era cómodo; sino apenas una mediana habitación espaciosa de paredes pintadas de color blanco plateado provista de un par de ventanas: una hacia el río con la vista privilegiada a las numerosas cascadas, y por la otra se podía ver la plaza de armas en toda su amplitud rodeada de casas.
La mesita chata de la noche estaba junto a su cama, y a sus pies muy pegada a la pared un armario grande demasiado antigua con un espejo rectangular, para que pudiera contemplarse en él, cuando quisiera.
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